viernes, 19 de diciembre de 2014

Una última canción que bailar.

 Esa noche salió la luna llena. Ella no temía escuchar los escalofriantes aullidos de los lobos, que dibujaban sus hermosas siluetas en ella, sino que temía que él no acudiera al baile de fin de curso. Ese chico que tantos insomnios le había causado, que tantos suspiros le había robado y el que había hecho que soñara despierta cada día y cada noche. Aquella noche era especial, ya que iba a declararle lo que sentía. No estaba segura de si él asistiría ya que, según decía él, no le gustaban demasiado los bailes, pero lo que ella sabía era que lo que realmente no soportaba eran las despedidas. Ella odiaba saber que en esa sala de baile sería la última vez que vería a sus compañeros, que los caminos de cada uno girarían hacia un lado diferente y que las promesas, dichas en el momento entre lágrimas y abrazos, nunca se cumplirían en el futuro. Sin embargo, lo que él odiaba era tener que marcharse al día siguiente a otra ciudad con su familia y no volver a verla, a ella, a esa chica que siempre le había hecho sentir especial y único. Se sentó a la espera, con el vestido blanco más bonito que nadie vio, en un banco exterior de mármol. El viento ondeaba su largo cabello dorado y sus ojos verdes buscaban, cada vez con menos esperanzas, a quien había conquistado su corazón.

 Días antes del baile de fin de curso, pasearon juntos por las calles de la ciudad, como cada tarde hacían, y ella aún no tenía el vestido ni los zapatos. Cuando pasaron por delante de un escaparate, se detuvo ante la belleza de unos caros tacones blancos, parecidos a los de los cuentos de princesas. No sabía por qué, pero su favorito siempre había sido el de la Cenicienta, tal vez porque se sintiera identificada. Él también los observó pero ella decidió pasar de largo, algo triste porque no tenía tanto dinero para todo lo que necesitaba. Su familia estaba pasando por un mal momento económico y no podía permitirse demasiados caprichos. Tenía pensado llevar puesto alguno de los atuendos de su armario, aunque no eran especialmente elegantes para la ocasión pero no le importaba. El día anterior al baile, por la noche, ella estaba en su habitación cuando su madre la llamó con prisas desde el salón. Aturdida, bajó corriendo las escaleras y la vio sentada en el sofá con un gran paquete envuelto entre las manos. Su madre lo había encontrado minutos antes en la puerta de la casa con una pequeña nota, la cual debía ser abierta por su hija. Antes de abrir el misterioso regalo, rasgó el sobre y reconoció la letra al instante. Era de él. En la pequeña carta decía: “Un obsequio digno para la Cenicienta. De parte, no de un príncipe, sino de un personaje cobarde que nunca se ha atrevido a colocarle el zapato de cristal”. Algo confundida y emocionada, rompió el papel con delicadeza y se encontraba ante un precioso vestido blanco y unos tacones del mismo color, aquellos que vieron en el escaparate. No sabía si llorar o gritar de la emoción, no tanto por el regalo, sino porque esas veintiocho palabras lo significaron todo para ella. Significó un arrebato de valentía, de arriesgarse, de darlo todo por él dejando atrás el miedo y de declararse al día siguiente. 

 Algo cansada por la espera, decidió volver a casa. Sus pasos eran lentos e indecisos. La luna le iluminaba el camino, acompañándola en la soledad. De pronto, escuchó otros pasos que no eran los suyos acercándose hacia ella. Sin mirar atrás aceleró nerviosa, hasta que alguien le tocó el hombro y se giró para defenderse. Al ver su rostro se detuvo, era él.
    -¡Tranquila, soy yo! Perdona, no quería asustarte.
    -¿Qué haces aquí? –Dijo con una mezcla de miedo, alegría y esperanza.
    -Ahora te explico. ¿Ya te ibas? Te acompaño. Estás… Estás realmente preciosa.

 Por el camino le contó a la chica la causa de su tardanza, sobre el ajetreado viaje que le esperaba al día siguiente. Al verle tan emocionado, aunque fue una dura elección, decidió no complicar las cosas y dejar que se marchara, feliz como él siempre lo había sido. No podía ser egoísta, no quería que tuviera que elegir entre ella o el viaje, no era justo. Caminaban abrazados, rememorando el pasado que tuvieron juntos y riéndose a carcajadas como si el día de mañana no existiera, ignorando que estaban locos el uno por el otro. A mitad del paseo ella le detuvo.
    -Eh, espera, ¡no hemos bailado! –Dijo con un tono de sorpresa.
Él se rió y añadió:
    -Está bien, de acuerdo. ¿Me concede el honor de realizar nuestro penúltimo baile? –Respondió haciendo una reverencia.
    -¿Penúltimo? Creía que este era el último.
    -No, te equivocas. Siempre nos quedará una última canción que bailar.

 Así fue como, bajo la luna llena y un baile, la triste realidad se antepuso entre ellos, pero siempre les quedaría esa última melodía que bailar.


Volverá a llamar.

Cuando más la necesites, la escritura volverá a llamar a tu puerta.